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.Estaba en la sala comunitaria, rodeada de mujeres de la escuela dominical, todas las cuales lloraban yhacían grandes aspavientos.Observé desde lejos que Gran y mi madre hacían cola para darle elpésame y me compadecí sinceramente de la señora Dockery.Tanto si el parentesco era estrecho comosi era lejano, la pobre mujer estaba profundamente afligida.Los detalles se comentaban en voz baja: conducía el jeep de su comandante cuando el vehículo pisóuna mina.El cuerpo tardaría dos meses en ser repatriado, o probablemente no lo fuera jamás.Teníaveinte años, estaba casado y vivía en Kenneth, Misuri.Mientras la gente hacia esta clase de comentarios, el reverendo Akers entró en la sala y se sentó al ladode la señora Dockery.Tomó su mano y ambos rezaron largo rato en silencio.Todos los feligresesestaban allí, mirándola y esperando para presentarle sus condolencias.Al cabo de unos minutos, vi que Pappy abandonaba la sala.De modo que eso seria lo que iba a ocurrir, pensé, en caso de que nuestros peores temores se hicieranrealidad: desde la otra punta del mundo nos comunicarían la noticia de su muerte.Y entonces losamigos se congregarían alrededor de nosotros y todo el mundo lloraría.De repente, me dolió la garganta y se me llenaron los ojos de lágrimas.«Eso no puede pasarnos anosotros  pensé.Ricky no conduce jeeps, y, aunque lo hiciera, no sería tan tonto como para pisaruna mina.Seguro que vuelve a casa.»No quería que me vieran llorar, así que abandoné con disimulo el edificio justo en el momento en quePappy subía al camión, donde me reuní con él.Permanecimos sentados un buen rato mirando a travésdel parabrisas; después, sin pronunciar palabra, él puso en marcha el motor y nos fuimos.Pasamos por delante de la desmotadora.Aunque los domingos por la mañana estaba cerrada, todos losagricultores habrían deseado en su fuero interno que funcionara a toda marcha.Sólo funcionaba tresmeses al año.Salimos de la ciudad sin rumbo fijo o, por lo menos, yo no supe establecerlo.Circulamos porpolvorientas carreteras secundarias cubiertas de grava cuyos arcenes distaban de las hileras de algodónapenas uno o dos metros.Sus primeras palabras fueron: Aquí viven los Sisco.Señaló con la cabeza hacia la izquierda sin apartar la mano del volante.En la distancia, apenas visiblemás allá de varias hectáreas de algodón, se distinguía una típica casa de aparceros.La oxidadatechumbre de hojalata estaba combada, el porche aparecía inclinado, el patio estaba sucio y el algodónllegaba prácticamente hasta las cuerdas de tender la ropa.No vi a nadie por los alrededores, y fue unalivio.Pappy era muy capaz de experimentar el repentino impulso de detenerse delante de la casa yempezar a armar camorra.Seguimos adelante a través de los algodonales interminables.Me había saltado la clase de la escueladominical, y me parecía un regalo casi increíble.A mi madre no le gustaría, pero no se atrevería adiscutir con Pappy.Ella misma me había dicho que, siempre que se sentían muy preocupados porRicky, él y Gran buscaban mi compañía.De pronto aminoró la marcha hasta casi detenerse. Es la granja de los Embry  dijo, señalando de nuevo con la cabeza.¿Ves a aquellos mexicanos?Estiré el cuello y conseguí verlos, cuatro o cinco sombreros de paja rodeados de un inmenso marblanco, agachados como si nos hubieran oído acercarnos y quisieran esconderse. ¿Recolectan en domingo?  pregunté. Sí.Aceleramos y los perdimos de vista. ¿Qué vas a hacer?  pregunté, como sí se hubiera quebrantado una ley. Nada.Eso es asunto de los Embry.El señor Embry era un feligrés de la iglesia.No me lo imaginaba permitiendo que se trabajara en susalgodonales en domingo. Supongo que él lo sabe, ¿verdad?  pregunte. Puede que no.Supongo que a los mexicanos les resulta fácil trasladarse a los campos cuando él seva a la iglesia  repuso sin demasiada convicción. Pero ellos mismos no pueden pesarse el algodón  le apunté [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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